Llevo en el cuerpo muchas de ellas.
La primera, aquella marca que al nacer me dio por nombre Yael: mujer fuerte, según el hebreo.
Las de la niñez, esas que surgieron tras los enormes deseos de aprender a andar en bicicleta y marcaron mis rodillas diciéndome, caída tras caída, que el aprendizaje lo valdría. Ahí juntito, descansan también las marcas de los numerosos intentos para aprender a patinar, con unos patines prestados dos veces más grandes que mi pequeño pie; y otras tantas derivadas de la intrepidez infantil.
Está también la cicatriz de la adolescencia, esa que marcó mi abdomen casi por completo a mis escasos dieciséis años. La que surgió luego de que removieran una fibrosis quística que había estado devorando mi energía y anidándose en uno de mis ovarios; esa de la que me avergonzaba y que sigo sin querer mostrar a nadie, a veces ni a mí misma; esa misma cicatriz a la que alguien le hizo el cumplido más grande que pudo recibir al decirme: “Eres como una muñeca cosida por la mitad”.
Con la adultez fueron apareciendo otras, no oculto aquellas cicatrices tan visibles que me ocasioné en un lugar de mil cascadas; aventurándome en lo extremo, rayando en lo mortal.
Adoro aquellas cicatrices que yo misma elegí colocar en mi cuerpo mediante la tinta permanente. La primera: en la espalda, porque no me gusta saberme, verme ni sentirme vulnerable, pero quien la ha mirado y admirado sabe cuánto lo soy. La segunda: abajo y a la izquierda (cerca del corazón) esa que me recuerda la lucha y la resistencia ante la vida, que además reza lo loca [que estoy] por vivir. La tercera: en mi muslo derecho, aquella que me recuerda todos los días, de frente, lo fuerte que soy. La cuarta: en la clavícula izquierda, simplemente porque me reafirma que soy capaz de hacer lo que quiera con mi cuerpo. La quinta: en mi costado derecho, el símbolo de la muerte y la vida y que me recuerda día con día la belleza de ambos. La sexta: en el muslo izquierdo, la que me recuerda más a mí y representa lo salvaje que puedo llegar a ser. La octava: en el antebrazo izquierdo, porque cada que mi puño se levanta, le digo al mundo que tengo un corazón en llamas.
Así, todas y cada una de esas cicatrices se han formado en mí, siendo parte del todo y también de mi sentir.
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